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viernes, 19 de agosto de 2011

SER LA MALA (Alfred Hitchcock)

Si el mérito de que se encontraran séptimo arte e historia es de Rosellini, el punto de reunión entre psicoanálisis y cine está en Hitchcock.

Tantas veces acusado de misógino, el director del suspense, trabaja con dos líneas de discurso centrales, la de que los miedos de la infancia van ganando terreno con la edad y el convencimiento de que las ansias de manipulación femenina cristalizan en lo perverso.

¿Por qué misógino?, porque se centró en plasmar a la perfección determinado tipo de mujeres. Como si las mujeres manipuladoras y perversas no existieran. Vamos, que si por defender mi condición de mujer tengo que aceptar todo lo que pueda haber dentro de este género, me declaro gato (convertirme en hombre tampoco arreglaría las cosas). Admito que el inglés dio salida sus fobias con el arte. Y no solo lo admito, lo defiendo encarecidamente. Que es, si no, el arte.

Que la mujer es un bicho lo sabemos desde Eva pero la certeza de que puede llegar a ser mala, malísima se la debemos a Hitchcock y a sus actrices. A mí, si me dieran a escoger un alma siniestra me pediría la de Miss Danvers. Una claro ejemplo de que amor y odio van en un mismo paquete. Y no me crean enferma, es que me rindo al embeleso que irradia la fuerza del mal. Además, en una peli de Hitchcock o eres la mala o eres el desgraciado que le rinde pleitesía. Sí, yo quiero ser la mala, un estado seguro en el que no importan ni peso, ni edad ni moda.

He aquí uno de los errores monumentales de Hollywood. El de contratar una rubia cañón para que sublime lo retorcido del alma femenina sin haberse percatado en el casting de que la aspirante llevaba emociones de botox. Después los resultados son los que son, una cara de cartón y suculentos labios rojos fingiendo en primer plano ser la encarnación del diablo.

Cuento a Las Malas de Alfred Hitchcock entre las mejores actrices de cine. Ellas si saben mostrar sin enseñar y engatusar tanto al público como a sus víctimas. No se arrugan ni ante sus verdugos ni ante la belleza. Su determinación es tan rotunda que no admite dudas. No se doblegan ante nada y llevarán su dignidad y su mal, hasta la tumba.

Cito como ejemplo a la exuberante Alida Valli en El Proceso Paradine levantando la ceja durante el juicio mientras el tribunal la rodea con sospecha. La cámara de Hitchcock se desplaza en torno a Madaleine Paradine aupada en el centro del estrado. Como si todos los asistentes al juicio se vieran obligados a venerarla. Mujer hermosa, elegante y con coeficiente intelectual de vértigo. Toda una arma letal. Así es Alfred Hitchcock, un hombre hechizado por el poder femenino.
Reconocí un remake de esta escena en la patética segunda parte de Instinto Básico (aunque de por si es licito desconfiar de las segundas partes en este caso no cabía sospecha vista la primera entrega). En ella la cámara envuelve una Sharon Stone que reta al pobre psicólogo clavándole la mirada y blandiendo las piernas. Pero dejemos a la Sharon que no es objeto de este texto. Ella no es Mala, le llega con ser petarda. Además de guapísima, claro.

En cambio las mujeres buenas de Hitchcock son tan insulsas que no despiertan ningún interés. Que me dicen de la sustituta de Rebeca. Esa mujer inocente, sumisa, tan prudente que ni respira. Por no tener no tiene ni nombre. Desde luego no era fácil enfrentarse al fantasma de Rebeca. Una personalidad tan absoluta que llegó a alcanzar la categoría de trastorno psíquico (El síndrome de Rebeca) Pero ¡Por Dios!, que poco instinto de conservación, ¿no hubiera sido más orgánico revelarse ante las trampas del carcelero?

Perdonen, pero es que me resulta más interesante el ser a quien la experiencia vital volvió complicado, cuando no siniestro. Más creíble la pobre fea que enloqueció por amor o por maltrato. Antes me atrae una mujer barriguda preparando un caldo que una preciosa rubia a pesar del halo de su belleza.
Yo, me pido ser la mala. Prefiero Medea a Penélope, Judith Anderson a Joan Fontaine, la Bruja a Blancanieves. Ava Gadner a Grace Kelly.

Miss Plumtree

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