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martes, 10 de septiembre de 2013

Nos gustan los malos



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Cuando uno mata se le suponen razones. Una defensa propia, un trauma. Alguna disculpa para el asesino.  Algo que arregle el desaguisado de la fechoría. Algo que nos convenza de que no es un acto irracional. Es ante un asesinato cuando queremos olvidar que en la mayoría de las ocasiones nos dedicamos a eso. Bueno, a matar no (al menos no todos los días) si no a comportarnos según los impulsos, los deseos y las fobias.


Busquemos razones entonces, sean las que sean. Empecemos por las de peso. A veces los traumas lo son, aunque no suficiente. Dexter presencia el descuartizamiento de su madre a una edad muy temprana. Pero aun teniendo en cuenta la enormidad de la experiencia, solo con eso, los espectadores no parecemos dispuestos a aceptar que para sofocar sus neuras el chico necesite recrear la escabechina y vaya repitiendo la escena mutilando a sus víctimas hasta que caben dentro de un saco de plástico. 

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No. Tenemos que buscarle un punto sensible donde apoyar nuestro morbo sin sentirnos demasiado bestiales. Ahí va: Dexter ha aprendido a controlar su “manía” y la practica solo para ejercer el bien. Para borrar del planeta a todos los seres inmundos y retorcidos que siendo tan psicópatas como él, no tienen una razón tan buena como la suya para abandonarse a la carnicería en serie.  Et volià así es como un puto enfermo se convierte en el adorable Dexter Morgan.

Mientras Dexter se purifica limpiando Miami de escoria Walter White vela por su familia. Porque cuando uno delinque pasa lo mismo. También necesitas saber los motivos  para así continuar pensando que el razonamiento y la labor del bien es el comportamiento común de los mortales. Walter White breaks bad al diagnosticarle un cáncer. Esa noticia es la que desplaza el eje de su existencia, el motor de arranque. Pero existe una razón mucho más sacra para justificar su delito (la fabricación de metanfetamina). Asegurar el sustento económico de su familia cuando él muera. Aunque después,… ya veremos qué pasa después.

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Tony  Soprano también tiene familia.  Una familia a la que no le falta de nada. Mansión, coches, cura y una mujer sepultada de joyas. Buenos colegios, relaciones. Dinero.  Guarda para si los contextos más sórdidos (las oficinas en el Satriale’s y en el Bada Bing). Pero se concede ciertos vicios y algunos (muchos) placeres para soportar el sacrifico.  Es una bestia enorme, brutal y muy peligrosa cuando se siente acorralada. No es un dechado de virtudes y a pesar de ello le queremos. Le queremos, le tememos, le admiramos…. nos gusta.  Porque tiene sus bajones. Sus dudas, sus debilidades. Sus razones. Y unos espectaculares ataques de ansiedad que lo llevan al diván de la tentadora Lorraine Bracco.  Psicoanálisis y Prozac mediante, el crecimiento personal de Tony no lo lleva a la luz, si no a su propia naturaleza.


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No tiene argumentos muy nobles. Tony Soprano tiene simplemente sus propias razones para continuar al cargo de la organización criminal. Y no importa si son suficientes, nos valen.  Y es que en esto del crimen (como en tantas otras cosas) a la que nos entran las filias nos volvemos muy laxos.

Otro alegato al que nos aferramos para poder dar rienda a los instintos oscuritos es al de la justicia (¿venganza?). Y aplaudimos a Tarantino por Mocasín, por Cascabel y por el Crótalo de California. Y hasta nos convence la doctrina de Bill, jefe del escuadrón de víboras y digno ex de La Mamba Negra. 


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Defendemos cualquier locura que encarnen Gary Oldman, Nicholson  o De Niro, adoramos al Padrino y nos abandonamos al morbo con los depravados de Criminal Minds. La verdad es que no necesitamos motivos para admirar la maldad, dejémonos de excusas. Disfrutamos como locos cuando Hannibal Lecter se pone exquisito. Cuando la bestia de la bestia se viste de gala para ofrecernos en bandeja y a trocitos su belleza macabra. 


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Resulta que las razones del caníbal son poéticas.

Las nuestras (las tuyas y las mías) son más mundanas:  Nos gustan los malos



Miss Plumtree