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Antonio
Saura recreó a Brigitte Bardot en 1959, en el estallido de su fama. Aunque
Brigitte no haya dejado de brillar ni un solo instante, siempre refulgente,
adorada, entonces tenía 25 años y el arrebato de la juventud y del sexo en las
carnes. La pintó con sus ojos más que con el pincel como hacen los verdaderos
artistas. Aplicándose en la ausencia del
color y en el trazo de pretendida casualidad que le distingue y que no es otra
cosa que brocha concluyente.
Así
miraba Antonio Saura, así pintaba a sus musas. Así fueran iconos eróticos,
pintoras (Dora Maar), meninas o majas.
Le
interesaba más el amasijo de emoción en que acaba el sufrimiento que la
belleza. Quizás porque esta última es nítida, indiscutible, mientras que las emociones siempre se presentan revueltas,
confundidas, incapaces de distinguirse unas de otras.
Imaginó
a Brigitte en un momento fiero y se
mostró generoso al pintar su angustia. Le pegó la rabia a la garganta y dejó el
animal a punto de grito.
También
fue espléndido con sus pechos. Ese torso omnipresente sustenta el cuadro con la
misma contundencia con la que su versión real encarnó el deseo. Es un busto voluptuoso y negro, condecorado
con hombros de Diva.
Desde
las clavículas emerge algo que podría ser dolor o desdén y se yergue para
formar el cuello. La cabeza clavada en el cuello. Rematada con un tocado y
acorazada en la boca. Mandíbulas en el lugar donde se esperan labios, el mito
erótico mostrando sus fauces de hierro.
Es
la rabia de Brigitte proyectada hacia el cielo, gruñendo por la imposibilidad
de comprensión. De consuelo. A punto de abrir la boca y morder las entrañas del
enemigo. Retando al habitante de las alturas a combate singular. Si se atreve.
Miss
Plumtree
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