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Cuando uno mata se le
suponen razones. Una defensa propia, un trauma. Alguna disculpa para el
asesino. Algo que arregle el desaguisado
de la fechoría. Algo que nos convenza de que no es un acto irracional. Es ante
un asesinato cuando queremos olvidar que en la mayoría de las ocasiones nos
dedicamos a eso. Bueno, a matar no (al menos no todos los días) si no a
comportarnos según los impulsos, los deseos y las fobias.
Busquemos razones
entonces, sean las que sean. Empecemos por las de peso. A veces los traumas lo
son, aunque no suficiente. Dexter presencia el descuartizamiento de su madre a
una edad muy temprana. Pero aun teniendo en cuenta la enormidad de la
experiencia, solo con eso, los espectadores no parecemos dispuestos a aceptar
que para sofocar sus neuras el chico necesite recrear la escabechina y vaya
repitiendo la escena mutilando a sus víctimas hasta que caben dentro de un saco
de plástico.
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No. Tenemos que buscarle un punto sensible donde apoyar nuestro
morbo sin sentirnos demasiado bestiales. Ahí va: Dexter ha aprendido a
controlar su “manía” y la practica solo para ejercer el bien. Para borrar del
planeta a todos los seres inmundos y retorcidos que siendo tan psicópatas como
él, no tienen una razón tan buena como la suya para abandonarse a la carnicería
en serie. Et volià así es como un puto enfermo se convierte en el adorable
Dexter Morgan.
Mientras Dexter se
purifica limpiando Miami de escoria Walter White vela por su familia. Porque
cuando uno delinque pasa lo mismo. También necesitas saber los motivos para así continuar pensando que el
razonamiento y la labor del bien es el comportamiento común de los mortales.
Walter White breaks bad al
diagnosticarle un cáncer. Esa noticia es la que desplaza el eje de su
existencia, el motor de arranque. Pero existe una razón mucho más sacra para
justificar su delito (la fabricación de metanfetamina). Asegurar el sustento
económico de su familia cuando él muera. Aunque después,… ya veremos qué pasa después.
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Tony Soprano también tiene familia. Una familia a la que no le falta de nada.
Mansión, coches, cura y una mujer sepultada de joyas. Buenos colegios,
relaciones. Dinero. Guarda para si los
contextos más sórdidos (las oficinas en el Satriale’s
y en el Bada Bing). Pero se
concede ciertos vicios y algunos (muchos) placeres para soportar el
sacrifico. Es una bestia enorme, brutal
y muy peligrosa cuando se siente acorralada. No es un dechado de virtudes y a
pesar de ello le queremos. Le queremos, le tememos, le admiramos…. nos
gusta. Porque tiene sus bajones. Sus
dudas, sus debilidades. Sus razones. Y unos espectaculares ataques de ansiedad
que lo llevan al diván de la tentadora Lorraine Bracco. Psicoanálisis y Prozac mediante, el
crecimiento personal de Tony no lo lleva a la luz, si no a su propia
naturaleza.
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No tiene argumentos muy
nobles. Tony Soprano tiene simplemente sus propias razones para continuar al
cargo de la organización criminal. Y no importa si son suficientes, nos
valen. Y es que en esto del crimen (como
en tantas otras cosas) a la que nos entran las filias nos volvemos muy laxos.
Otro alegato al que nos
aferramos para poder dar rienda a los instintos oscuritos es al de la justicia
(¿venganza?). Y aplaudimos a Tarantino por Mocasín, por Cascabel y por el
Crótalo de California. Y hasta nos convence la doctrina de Bill, jefe del
escuadrón de víboras y digno ex de La Mamba Negra.
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Defendemos cualquier locura
que encarnen Gary Oldman, Nicholson o De
Niro, adoramos al Padrino y nos abandonamos al morbo con los depravados de
Criminal Minds. La verdad es que no necesitamos motivos para admirar la maldad,
dejémonos de excusas. Disfrutamos como locos cuando Hannibal Lecter se pone
exquisito. Cuando la bestia de la bestia se viste de gala para ofrecernos en
bandeja y a trocitos su belleza macabra.
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Resulta que las razones
del caníbal son poéticas.
Las nuestras (las tuyas
y las mías) son más mundanas: Nos gustan
los malos
Miss Plumtree
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