Hace
poco que fisgoneo en el mundo de la crítica con voluntad pedagógica. A pesar de
esta tardía inmersión soy amante de la recreación del acto artístico desde
hace, por lo menos, una biblioteca. La mía: modesta, caprichosa y desparramada
por todo el piso. Me gusta la crítica porque me gusta demorarme en los efectos que nos provocan no
solo la literatura sino cualquier manifestación del arte. Como los avaros se recrean en las cuentas y
el dinero o los cotillas en la vida de sus vecinos yo me aplico en parlotear
sobre lo que otros escriben, esculpen, pintan, interpretan, recitan, graban,
bailan, etc, etc, etc.
O
sea que me gusta opinar y desplegar teorías respecto de la creación artística. En cambio parece que desconfío del criterio
ajeno. Porque por algún misterio sibil
al que algunos se referirán como suficiencia (y al que yo llamo vocecita), pocas veces he sucumbido a la tentación de las
novedades literarias que recomiendan los suplementos culturales. Esa voz poco
explícita (y diminutiva) siempre me frena el impulso de comprar una novedad y me
acaba empujando hacia la sección de clásicos en edición bolsillo.
Literatura
buena, bonita y barata. Yo, insensible y despreciable tacañona me tenía por
pedante, al dudar de la calidad de la escritura emergente y por cobarde,
refugiada en lo consagrado. En este estado de flagelo devoraba yo grandes libros sin la suficiente
erudición y los iba apilando en mesas, mesitas, estanterías y taquillones. Anotando en la más estricta intimidad las
ideas y el valor del saber ilustrado mientras soñaba con entregarme algún día a
las vanguardias con la misma confianza con que me tragaba los clásicos.
Hasta
que empecé a tantear la crítica un poco por
fisgonear en el mundillo del saber, otro poco por robarle los argumentos
que a mi juicio le faltaban. En ese momento se me derrumbó el castillo de
erudición señores y los intelectuales se me volvieron sapos. Descubrí que los
críticos eran, en la mayoría de los casos, gentes que inventaban adjetivos para
encumbrar obras de amigos, conocidos y parientes sin atender a otro impulso que
el gregario a excepción del clientelista
para con las editoriales. De nuevo la
sapiencia retrocedía ante lo humano.
La
crítica cultural (dicen) acompaña los diversos momentos del desarrollo cultural
de un país. Lo que significa que o no hay cultura o no hay crítica. Porque las listas de reseñas
y críticas se reducen, como los escaparates, a los superventas. Los ideales del
arte no se sostienen pues, ni en el amor ni en el arte. Si no en la tribu y el comercio.
El
valor de una obra no se mide batiendo records ni acumulando grandes cifras si no por el acierto que el autor tuvo en mostrar
la complejidad de lo humano. Y esto no parece tener interés para la mayoría de
críticos que leo en los suplementos culturales.
Si
esta no es la preocupación del crítico a la hora de comentar una obra, ¿Qué necesidad
tenemos los lectores de intermediarios? Cuando el cura no te acerca a Dios si no
a su Diócesis es mas sensato buscar un canal directo. Y esa vocecita desconfiada,
personal y sibilina se mostró más crítica que los intelectuales con columna. Voy
a revolver entre los montoncitos de libros a los que al empezar, en un rapto
romántico, llamé biblioteca para que me sorprenda una reliquia que me asegure
disfrutar y recrear la fantasía, quizás sin argumentos muy técnicos, pero sin
clientelismos, y desde luego, ahora ya, sin flagelos.
Miss Plumtree
No hay comentarios:
Publicar un comentario